Huracanes preñados, huracanes comunes*

Ágil y noble, con esa pierna de escultura
Por mi parte bebí, como un loco crispado,
En su pupila, cielo del huracán preñado,
Placer mortal y a un tiempo fascinante dulzura

   Y allí pasó y dejó su huella en las pupilas del poseído. Dejó su huella en todos sus sentidos, el aroma en sus ojos, la melodía en sus manos, las imágenes en sus oídos, la textura en sus labios y su agridulce como perfume. Lo conmocionó, lo hechizó. 
   Un instante único, que trasciende lo mundano. Un momento efímero y eterno. Un instante que huye de toda predicción, que atraca al poseído y lo encarcela en la catarsis de la libertad de sus sentidos… Así quedó el poseído, vasallo del reinado de la sensibilidad. Lo envuelve un placer mortal. Dice Tarkovski que la finalidad del arte se basa en preparar al hombre para la muerte, conmoviendo su interioridad. Se crispan las entrañas y se desata en la obra el huracán que devasta el andamiaje de la lógica y envuelve al espectador en la conmoción y mezcla de los sentidos. Se trata del encuentro del receptor con la obra en un acto de primera mano, que apuesta a lo trascendental. ¿Impensable una revolución espacio-temporal de esta índole en el escenario de la reproductibilidad técnica? Quizás lo que verdaderamente resulta impensable es lindar con chaleco de fuerza-escasez al huracán de sensibilidades.  
   Un loco crispado, cuya conciencia de la imposibilidad de la extensión del vínculo con aquella mirada lo lleva de la mano hasta el cadalso, dónde termina la proyección de lo común. Ayer la modernidad, hoy la etapa pos es el útero de los cuerpos escindidos del común, se trata de un rompecabezas de piezas que, hambrientas de su individualidad, saltan por el aire ante la tentativa de comunidad. Todo queda reducido a un mero cruce de miradas de la que es pintor el más maldito de los poetas. Todo queda reducido al efímero y agonizante vínculo de un destino común, condenado a esculpir epitafios en el macadán de la individualidad.         
   ¿Qué hubiese sido de “la transeúnte” si la pierna de escultura hubiese merodeado ante la mirada del flaneur todos los días? ¿hubiese sido “la” transeúnte que bebió como loco crispado el más maldito de los poetas, colocándolo al borde del anhelado abismo? Modifico mi interrogante, ¿qué hubiese sido de las dos miradas si la metrópolis se deshacía de su hechizo de ser un simple “lugar de paso” para convertirse en el espacio preñado del lazo común?

Un relámpago… ¡y noche! Fugitiva beldad
cuya mirada me ha hecho de golpe renacer,
¿no he de volver a verte sino en la eternidad?

   Un encuentro que trasciende los límites espacio temporales pero estrictamente sujeto a ellos. Una obra, un instante que trasciende por la impronta cincelada por el destello del relámpago en las pupilas del enamorado. El receptor renace ante el mundo creado por el artista, ante su “jeroglífico” de vida, y yace allí la búsqueda de lo eterno, la búsqueda que emprende el artista y a la que el espectador se sume en una total entrega. ¿Es acaso justo cegar al grueso de miradas de la lectura de dicho jeroglífico? Un instante lindado por el viento y el reloj, un instante que lucha por ser eterno. Se pincela en la obra lo fugaz de la eternidad. Un instante de explosión de vida cuyas obligaciones maritales con la individualidad y la propiedad lo transforman en un nacido muerto. 
   El aura es el huracán preñado que conmueve y convulsiona al receptor en un estado de comunicación en el que convergen la vida de la obra y la vida del cuerpo que se enfrenta a la misma. En la diferencia se encuentran e impactan los recorridos de sus historias. Comparten un mensaje que es común y opuesto. La obra es significada y revivida una y otra vez. Es la conmoción de los sentidos, es su vivencia compartida y extendida el soplo de vida que renace a la obra. 

¡Lejos de aquí! ¡O muy tarde! ¡O jamás ha de ser!
Pues dónde voy no sabes, yo ignoro a dónde huiste,
¡tú, a quien yo hubiera amado, tú, que lo comprendiste!

   Se oyen voces que establecen que la autenticidad, la unicidad, la historia, la vida de la obra, su aura, parece desvanecerse ante el avance de la técnica, ante su capacidad de ser reproducida. Es decir, paradójicamente, ante el acercamiento cada vez mayor de la obra, el aura huye sin dejar rastro. ¿Dónde fue el aura? ¿se ha ido realmente? O ¿quizás se trata de que nos hemos negamos a encontrarla? ¿no hemos de volver a verla sino en la eternidad?. En la eternidad, aquella que es búsqueda incansable del artista y de su espectador, aquella tormenta que no debe dejar de empaparnos a todos, aquella que se asoma en la capacidad de repensar la obra de arte, la obra de arte como creación común, la creación común fertilizada por la reproductibilidad, la reproductibilidad como técnica, la técnica como herramienta, la herramienta en todas las manos; la eternidad que se asoma en la capacidad de repensar los nuevos lindes espacio temporales como nacientes instantes eternos de huracanes preñados.     

*el presente texto corresponde a un trabajo realizado para la materia Teoría de la Comunicación de la UNQ. En el mismo intentan aplicarse los conceptos de “aura” y “reproductibilidad técnica” de Walter Benjamin al poema de Charles Baudelaire “A una transeúnte”, de su obra Las Flores del Mal.

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